domingo, 25 de febrero de 2018

Sin titulo


Las luces irritantes del cable-modem
me unen bruscamente a la realidad,
me recuerdan en su titilar
que son ellas las que transportan
la música renacentista hasta mis oídos
que son ellas
mi ultimo cordón umbilical
con la realidad
y que la realidad es
una cosa pequeña y falsa y fea,
como siempre.
Que no hay equilibristas locos habitando interminables playas
al final de la fibra óptica
y que no se puede comer
el pan
de la pantalla.
El inútil baile frenético de las luces
se apresura a recordarme
que los juglares
van a la cárcel
si alzan su voz contra los sátrapas
de la otra realidad,
que las arañas gubernamentales rastrean las redes
en busca de algún verso
de mal gusto amparadas en la lucha antiterrorista,
sea eso
lo que sea en estos tiempos del fin del tiempo.

Me dicen las luces esta mañana, entre el sonido
de los laudes,
que me esta prohibido odiar
y que me esta prohibido decir que odio
si es,
por ejemplo,
a su majestad.

Pero yo cierro los ojos un momento
y veo
titiriteros
haciendo el loco
por las calles, saltimbanquis de coloridos ropajes
riéndose
de todas
las majestades,
sacando la lengua
a los estreñidos señores serios y haciendo
pedorretas
a princesas, alcaldesas y a ignorantes “portavozas”.

Cierro los ojos y sé
que puedo odiar
igual que puedo amar,
que ninguna moral me puede ser impuesta
desde ningún parlamento absurdo.
Sonrío y odio tranquilamente
y veo mis pezuñas reflejadas
en el rio.
Escondo el cable-modem
detrás
de un mueble
y la habitación se llena
de odiosas hadas aladas, de enanos deformes y simpáticos,
de luz solar
y griega.

Me voy a la calle; a violar estúpidas ninfas indefensas sin preocuparme
de sus apellidos.

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